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Por: Darío Velandia, director del Departamento de Historia del arte de la Universidad de losAndes,  davelan86@uniandes.edu.co

En 1956, Isaac Asimov publicó el cuento “La última pregunta” en la revista Science Fiction Quarterly. Este relato trata sobre lo irreversible que resulta el fin del universo y la aparente impotencia del ser humano para evitar su destrucción. Ciencia ficción y mitología se entrecruzan en una prognosis fascinante que culmina con la fusión de la inteligencia humana y la inteligencia artificial en un solo ente. Al borde del cataclismo definitivo, la mente “humana” y la “máquina” fusionadas encuentran la solución a la destrucción: el logos como agente de creación.

Sesenta y ochos años después, el escenario que nos plantea el cuento de Asimov no nos resulta tan extraño como seguramente le parecía a un lector de mediados del siglo XX. Los viajes interestelares, la inteligencia artificial y su relación con las prácticas humanas, la inmortalidad, la anulación de la materialidad de nuestros cuerpos, entre otros, son realidades cada vez más cercanas. Space X de Elon Musk, el Future of Humanity Institute liderado por Nick Bostrom (Universidad de Oxford) o el Proyecto Gilgamesh son algunas de las empresas más ambiciosas en las que se recrea la idea de  “jugar a ser dioses”. Lejos de pensar la posibilidad de un castigo prometeico tal cual lo imaginó Mary Shelley para su personaje, el doctor Frankenstein, los promotores de estos proyectos están convencidos de que los avances tecnológicos son la salvación de la humanidad. Al final de su libro, Sapiens: de animales a dioses, Yuval Noah Harari afirma: “Hace 70.000 años, Homo sapiens era todavía un animal insignificante que se ocupaba de sus propias cosas en un rincón de África. En los milenios siguientes se transformó en el amo de todo el planeta y en el temor del ecosistema. Hoy en día está apunto de convertirse en un dios, apunto de adquirir no solo la eterna juventud, sino la capacidad divina de la creación y la destrucción. […] Causamos estragos a nuestros socios animales y al ecosistema que nos rodea, buscando poco más que nuestra propia comodidad y diversión, pero sin encontrar nunca satisfacción. ¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?” (Harari, 455–456). Ante dicha realidad, se desprenden un sin número de dilemas éticos que ponen en jaque al humanismo tradicional (renacentista e ilustrado) y nos invitan a pensar nuevas formas de comprender las relaciones entre el ser humano y la tecnología, el ser humano y el medio ambiente, y el ser humano y la sociedad.

Desde distintos frentes (posthumanismo, estudios decoloniales, postgenerismo) autores como Rossi Braidotti, Walter Mignolo o Donna J. Haraway han puesto el dedo sobre la llaga y han sabido evidenciar la crisis del humanismo tradicional. Una construcción muy limitada del ser humano (hombre blanco burgués occidental) que ha marginalizado y violentado física y simbólicamente a colectivos humanos que se salen de esos parámetros; la defensa por una idea de bienestar sostenida por valores que en muchos casos resultan contradictorios (liberta e igualdad); la idea de que la civilización (entendida como la materialización de la razón) está por encima de la naturaleza, son algunos de los aspectos que, según estos autores, develan un “lado oscuro” del humanismo tradicional.

En las últimas tres décadas, nuevas corrientes humanísticas (el humanismo ambiental, el posthumanismo, el humanismo digital y el humanismo global) han surgido con el fin de atender la caducidad del humanismo tradicional ante la realidad actual. La visión obtusa del ser humano, la posible crisis del capitalismo ante la devastación del planeta a causa de una economía de extracción y acumulación de capital, la imposibilidad de entender nuevas identidades (cyborgs, robots, personas transgénero), entre otras, son falencias que los nuevos humanismos tratan de combatir. El humanismo ambiental, por ejemplo, deconstruye el binario civilización-naturaleza y propone una nueva definición o alcance de la empatía como el lugar de la relación entre el ser humano y la naturaleza. No basta con ponerse en el lugar del “otro” humano, sino ponerse en el lugar de una especie, del rio, de la montaña, del agua, del aire. El posthumanismo, en tanto corriente de pensamiento, evidencia los rasgos negativos que el constructo “sujeto racional” contiene y las contradicciones o paradojas de uno de sus ejes estructurales: la noción de libertad. El humanismo global, por su parte, cuestiona la globalización, la homogenización cultural y devela las perversidades de un mundo desigual.

Revertir o detener el impacto negativo que las acciones del ser humano han tenido sobre el planeta desde la revolución agrícola, y con una aceleración alarmante desde la primera revolución industrial (lo que hoy en día algunos llaman el antropoceno), es un proyecto que para los nuevos humanismos resulta más imperante que la conquista del espacio o la inmortalidad. Comprender y asimilar cosmovisiones diversas, es más importante que definir la “esencia” de lo humano y defenderla violentamente. Ante nuevas amenazas, los nuevos humanismos responden con un proyecto que, ante todo, busca devolver la dignidad a lo humano y a su entorno. Si bien es cierto que algunas corrientes intelectuales y sectores educativos catalogan a las humanidades como disciplinas caducas en las nuevas sociedades tecnificadas, estas son las que crean y recrean las visiones y la imaginación necesarias para otorgarle sentidos individuales y colectivos a lo que somos y hacemos como especie. Las humanidades proveen las historias: dan significado al pasado, al presente y al futuro, en últimas, fijan los rumbos de los seres humanos.